EL RUINAS



Me acostumbré a tirarme de la moto. Que le cogí gusto, coño. A veces, sin rechistar, me incorporaba del suelo para ir directamente a urgencias con un bollo en la crisma. Otras, para limpiarme la ropa de polvo y tambaleándome y sonriente, volver a montar en ella. Si no estaba estropiciada por la caída, claro. Porque esa es otra cuestión… A los gastos de vendas, radiografías, mercurocromo o calmantes tenía que añadirle las facturas del taller mecánico. Que si el faro roto, que si la rueda hecha un ocho, que si el manillar doblado… Pero asumía que era el precio a pagar por mi singular afición. Ya digo, había días que me levantaba de la cama de un salto, un domingo, por ejemplo, y sin lavarme la cara ni nada arrancaba la Indian de un patadón y salía escopeteado hacia ningún lado, a cualquier sitio que llevara una carretera o un camino. Y a la altura de cualquier parte y sin pensarlo siquiera soltaba las manos y me dejaba caer mientras la moto seguía sola, impulsada por la inercia de la velocidad hasta estrellarse contra un árbol o una pared o una vaca o lo que fuera. Por mi parte caía dando vueltas sobre la tierra o el asfalto como un matojo impelido por el viento en un filme del Oeste. Y me ponía en pie aturdido, con un hombro desbaratado o una brecha en la frente o, si había potra, un simple rasguño y a pesar del daño o del susto, siempre me daba por despollarme sanamente a carcajadas. Lo conseguí de nuevo, pensaba, orgulloso, mientras levantaba dolorido los brazos en señal de victoria, como si hubiera cruzado festivamente una imaginaria meta, y era socorrido por los viandantes o lugareños que se acercaban llevándose las manos a la cabeza y que luego no concebían del todo que estuviera, aún descalabrado, matandome de risa. Y hablando de matarme, ahora estoy en el hospital, escayolado, con un montón, al parecer, de huesos fracturados. En treinta años de labor, jamás vi semejante trituración, dijo maravillado el traumatólogo. Y tengo que reconocer que el fulano debe de tener razón porque esta vez se me fue la mano. Las manos, mejor dicho. Pero que me quiten lo bailao porque fue una caída de puta madre, memorable, la mejor de mi colección personal de desatinos y lastimaciones. Se lo cuento rápido antes de que llegue la enfermera tetona con su capazo de inyecciones. Iba por la autopista A-9, disfrutando de la conducción. Fue al tomar una gran recta, a 200 km/h, cuando sentí de improviso que me entraban las ganas irrefrenables de tirarme. Y como nunca tuve voluntad, no pude hacer nada. Primero, expectante, solté el puño izquierdo. Y tras acelerar a fondo, fue la mano derecha la que también se abrió como si quisiera saludar. O, más exactamente, decir adiós. Y entonces volé, revoloteé garbeando por el aire como una hoja en otoño. A la moto la vieron pasar unos gasolineros y sus clientes, sola, dijeron que pilotada a toda leche por el motorista fantasma. Parece que terminó estampándose con el quitamiedos de la primera curva que encontró, un kilómetro o dos delante de donde yo, tras aterrizar rebotando, yacía bastante malparado. Y esta vez no me entró la risa tonta porque tenía hasta la mandíbula destrozada y no pudo ser. Por eso parezco ahora una momia con tanto vendaje que casi solo puedo pestañear. Pero me importa un enorme carajo. Cuando salga de aquí, si salgo, me compro enseguida otra moto, más grande, con más cilindros, todos los que pueda…Y me tiro otra vez.

DOMINGO LOPEZ
"Cuentos de usar y tirar", 2007

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